A Estrella Gil
Estoy con Estela. Quedamos de vernos en este café desde hace una semana cuando la aceptaron en la facultad, o sea, que estamos festejando. Ella trae peinado nuevo. Ya llevo seis años en la Ciudad de México y me ha dejado de sorprender, no sé que tenga que ver una cosa con la otra, simplemente es lo que siento ahora, ahora que veo su peinado nuevo. Estela también es de Oaxaca. Llegó hace dos años para estudiar lo mismo que yo, así que amigos en común nos contactaron y algo que comenzó como un intercambio de libros, ahora es una amistad sustentada en cafés y conversaciones aspiracionales. Tomemos una cerveza, dijo Estela hace una semana, no seas aburrido, me aceptaron en la escuela y no tengo con quién compartirlo. Qué te parece un café, le dije. Ok, dijo ella, uno bueno entonces. O uno en donde no paren de servirnos. Después de arreglar cosas del trabajo, comprar mi despensa en el súper y cortarme el pelo, confirmé que podía verla hoy. Pero sólo un par de horas, le dije, ahora soy una persona con preocupaciones.
¿Otro café entonces?, pregunta Estela ahora. Sí, le digo, esta bien . Vas a ver que después de este café te convenceré de ir por unas cervezas. Sonrío. Ya llevamos cuatro tazas y aún no me convence. Levanta el rostro como si quisiera que todo el mundo conociera su fortuna: haber entrado a la universidad, vivir en esta ciudad y traer peinado nuevo. Mira al resto de la cafetería. A nuestro lado izquierdo, al lado del ventanal que da hacia la calle, algo llama su atención: una señora con un enorme copete crespo, espolvoreado de sudor, discute en voz baja con un señor de bigote afeminado. Vuelve su mirada hacia mí, emocionada: Entonces, ¿cómo ves? Estoy muy orgulloso, ¿qué dice tu mamá ahora que vivirás acá? Qué importa mi mamá ahora, me dice, algo nuevo comienza. Bebe de su café. Vemos a la pareja: lucen muy distintos el uno del otro. Él trae una playera negra ajustada; ella una camiseta polo, de hombre. Me pregunto si Estela y yo nos veremos igual dentro de veinte años. Ella no deja de verlos, luego ve a mi taza y luego a mis ojos. Le doy un sorbo al café para disimular mi ensimismamiento. ¿Qué querías ser de niño, niño? Elvis. ¿En serio? No, es una mamada, lo sé, le doy otro sorbo al café. ¿Cómo? Déjame pensarlo, no es una pregunta fácil. La discusión de la pareja del ventanal empieza a subir de tono. Estaba esta serie de televisión, le digo, ¿cómo se llamaba?, una de un púber en los sesenta. ¿Luego?, pregunta ella. En fin, suspiro, yo quería ser como el vecino que lo defiende de los golpes de su hermano mayor. Estela voltea a la izquierda: el tipo de la playera ajustada agarra del copete a la señora y levanta la voz. ¿Oíste?, me pregunta, ¿oíste?, pregunta de nuevo con los ojos. El tipo jala a la mujer hacia él, tiran el salero, toda la cafetería los observa por un segundo. ¿Sí recuerdas esa serie?, le pregunto a Estela. La señora comienza a rogarle al señor de bigote afeminado. Estela me ve, ¿cuántos años tenías?, me pregunta. No importa, le digo, ahora recuerdo que ese personaje muere en el primer capítulo. El señor de bigote saca un arma por debajo de la mesa de gabinete, apunta a la entrepierna de la señora. Estela toma mi mano, siento calor. Me pregunto qué habrá querido ser ese señor de niño. La señora llora, suplica, su acedo copete comienza a brillar, su frente a sudar. ¿No te acuerdas?, ¿entonces?, me dice Estela mientras, con los ojos, señala mi celular en medio de la mesa. No, le digo. Me suelta la mano. Se acercan otros dos tipos a la mesa de la pareja. La señora, al más grande de ellos, le entrega el celular y una tarjeta, luego apunta algo en una servilleta. Uno de los tipos la toma, se despiden del bigote afeminado y salen. Pero tú te debes de acordar, le digo a Estela, la canción de la entrada la cantaba Joe Cocker. La mesa de atrás pide la cuenta. Estela vuelve a ver el celular con agudeza, me ve. ¿Quién es Joe Cocker?, dice. El mesero le entrega la cuenta a la mesa de atrás. Ayer me habló mi mamá, dice Estela, le sentó muy bien la noticia. Joe Cocker es un cantante sesentero, le digo, muy bueno, creo. El tipo del bigote vuelve a jalar a la señora. Su copete comienza a humedecerse, su frente a brillar, su playera polo es un trapo mojado. Te digo de mi mamá, dice Estela, no le gusta mucho la idea de que viva acá. Tú mamá debe saber quién es Joe Cocker, le digo. ¿Se les ofrece algo más?, dice el mesero. Se acercan los dos tipos al ventanal. Nosotros y el mesero volteamos a verlos. Le enseñan el pulgar al tipo de bigote afeminado. Éste suelta la mano de la señora y ella, rápidamente, acerca su mano al cuerpo. Tira un vaso. Toda la cafetería voltea hacia ellos. Los dos tipos se van, felices. Nada, gracias, le digo al mesero y se aleja. Estela toma mi mano. El señor del bigote afeminado se levanta, da una bofetada a la señora y sale. Toda la cafetería agacha la cabeza. Yo alzo mi cuerpo para ver cómo reacciona la señora. De su copete escurren chorros de sudor, se seca con una servilleta, baja la cabeza y llora. ¿Tú crees que ella sepa?, pregunta Estela. Sí, le digo, tu mamá debe saber quién es Joe Cocker. El mesero se acerca a levantar el salero de la mesa de la señora y luego recoge cada resto del vaso en el suelo. La señora pide la cuenta, permanece sentada, no puede contener su llanto. Las conversaciones del café comienzan a subir de volumen. Los años maravillosos, le digo. No grites, dice Estela, ¿Joe Cocker es el de la canción? Sí, le digo, es una gran canción. La señora se levanta sin ganas, sin esperar la cuenta, sale. Sí, ahora me acuerdo, dice Estela y tararea la canción. Vámonos, le digo, vamos por esa cerveza que decías. Déjame le hablo antes a mi mamá, me dice, toma mi celular y se levanta. Mesero, grito, ¿cuánto le debo? Estela camina hacia el baño mientras se deshace el peinado; me entran ganas de morderle las nalgas.