Y sí, el sastre accedió a la invitación; tocó el timbre con puntualidad.
Lozano acababa de llegar al vecindario, terminó de instalarse y salió a dar una vuelta; entró al mercado, echó un vistazo a cada puesto y platicó con un sastre quien, amablemente, al notarlo nuevo, le dio la bienvenida. Lozano, en respuesta, sugirió que sería bueno recibirlo en su casa un sábado como esos, quizá, dijo, después de la comida.
Uno de esos sábados Lozano le abrió la puerta. Convivieron alrededor de unas cervezas y comentaron someramente sobre el país y sus trivialidades. A Lozano le agradaba el intercambio de ideas con el sastre, llegó a carcajearse y hasta a darle la razón. Después de hora y media, ya enternecido el sastre, giró la charla hacia su vida personal, vislumbró y describió su futuro, lleno de opulencia y bienestar. Algo inquietaba a Lozano, no sabía, algo no soportaba. Él sólo quería estar con un sastre de mercado, no pretendía compartir nada, mucho menos sueños, ni esperanzas. Intentó desviar el tema, pero la obstinación de su interlocutor sobre su excelente porvenir, iba en aumento. Lozano no pudo, esa extraña sensación lo sofocaba, fingió cansancio y lo despidió. Esperó no volver a verlo, de ese modo tan íntimo, jamás.
Lozano y dos ingenieros, compañeros suyos, bebían, charlaban amenamente. El timbre sonó con ímpetu: era el sastre. Lozano recordó haber entrado, recién llegado, a su sastrería, recordó haberle ofrecido su casa, y su compañía, para uno de esos sábados, como el pasado en que lo había despedido por cansancio. Recordó y se arrepintió. Aún así, bajó a abrirle con el estómago revuelto. Al regresar a la sala, con el sastre, comenzó a sudar. No lo presentó. El sastre podría haber pasado por un ingeniero más, tenía el rostro, ademanes, pero su silencio, la forma en que enfrentó al sillón, lo delató; rellenó una anécdota graciosa al unirse a las carcajadas, sin embargo, fue el blanco de miradas indiferentes, ingenieriles, furtivas. Alguien se atrevió a preguntar a qué se dedicaba. El sastre se asumió como pequeño empresario, con grandes perspectivas y áreas de oportunidad. Lozano sudaba, bebía, miraba la puerta. El sastre siguió, explicó su plan a mediano plazo, avanzó en su relato con entusiasmo. Los ingenieros, prudentemente, aventaron la hilaridad a sus estómagos inflamados. Lozano enrojeció.
Poco a poco el sastre sintió la indiferencia, buscó las miradas ingenieriles perdidas, las encontró en rincones, en telarañas, con ganas de escapar de aquéllo; se disculpó y salió cabizbajo, con la reflexión de su impertinencia o desatino, no sabía muy bien, mucho gusto, dijo, con permiso, ofuscado en todo caso.
Lozano miró al sastre desde su ventana; pensaba en la tarde que entró a la sastrería y fue amable sin ánimo de nada, por pura cortesía. Se preguntaba por qué el sastre seguía con ese optimismo por la vida, por qué tenía planes tan insensatos, por qué se lo permitía.
Evidentemente este sastre es un personajazo, gritó Lozano nervioso; los dos ingenieros rieron obligados.